Parecía ser que era el agua el elemento que le salvaba a Edith la vida.

En tiempos de epidemia, guerras y demás vicisitudes, solía llegar a las playas de Tel-Aviv; ignorando las prohibiciones y alertas de ataques de misiles, se escapaba sigilosamente del hogar, casi arrastrándose a ciegas en plena noche para llegar a la playa, quitarse la ropa a oscuras y allí, a solas, sumergirse con o sin rayos de luna.

Esa costumbre también la adoptó tras el ataque del siete de octubre, cuando, repleta hasta la saciedad de noticias y luto, venía a bañarse de madrugada tras noches de insomnio y desgracia, se quitaba la ropa y se sumergía en el mikve de agua salada, fuente secreta de pureza, remedio ancestral de la fe judía.

En días de ocio, bajo el candente sol de Medio Oriente, Edith llegaba al mar, y, por pudor hacia los niños playeros, no se quitaba el bañador, lo que no le impedía adentrarse lentamente en las aguas consoladoras, alejarse de la playa, nadar, meter y sacar la cabeza como si de un delfín o sirena se tratara. El agua del mar fundía sus lágrimas con el infinito de los océanos convirtiéndose en sal de su sal. Al igual que aquella mariposa cuántica, cuyo aleteo habría de provocar un huracán en la otra punta del mundo, también la sal lacrimosa habría de fundirse con el horizonte cósmico, que no la consideraría ni mujer, ni impura, ni postmenstrual, ni judía, ni madre, ni siquiera humana, sino simplemente un agregado de átomos que desean desconectarse de la consciencia, de aquellos pensamientos rumiantes que los budistas denominan, mente de mono, perpetuum mobile.

Cuando en el mar, la mente se suspende, dando paso a los cinco sentidos, tacto, vista, oído, gusto y sabor, sabor de mar y de infinito.

Y a veces, al estar tan de sintonía con su entorno, le parece a Edith que quizás, efectivamente sea una sirena, una doncella de mar, contagiada de la locura de Ofelia, la novia de Hamlet que, confundida por las falsas señales de amor de su querido y por el podrido reino de Dinamarca, también ella decidió acudir al remedio fluvial coronada de flores y guirnaldas recitando cantos de dama de espera.[1]

Al igual que Ofelia, también Edith parecía desear ahogarse en agua, salada o dulce, consciente o inconscientemente, también ella… deseaba… sumer-gir-seeee.

Si embargo, aquella madrugada, fue interrumpida por la sirena de alarma, cuyo resonar la atrajo magnéticamente a tierra firme, para secarse, vestirse, suspirar hondo e ir a atender la cama de sus hijos dormidos.

Daphna Kedar – Comunidad de Autores, marzo 2024

[1] La muerte de Ofelia relatada por la reina Gertrudis, Hamlet
“Hay un sauce que crece inclinado a lo largo del arroyo que muestra sus hojas grises en el reflejo. Con él hizo guirnaldas fantásticas de flores de cuervo, ortigas, margaritas y largos jacintos, a los que los pastores generosos dan un nombre más vulgar, pero nuestras doncellas frías llaman dedos de muertos. Allí, en las ramas colgantes, sus hierbas coronadas treparon para colgarse, una envidiosa astilla se rompió, y sus trofeos de hierbas y ella misma cayeron en el arroyo lloroso. Sus ropas se extendieron ampliamente, y como sirena por un tiempo la llevaron; durante ese tiempo, ella entonaba fragmentos de viejas canciones, como alguien incapaz de percibir su propia angustia, o como una criatura nativa e imbuida en ese elemento. Pero no pasó mucho tiempo hasta que sus ropas, pesadas con su bebida, arrastraron a la pobre desdichada desde su melodiosa canción hacia la muerte fangosa.”